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Tener una piscina es maravilloso. Especialmente el verano cuando, despues de agobiantes horas de oficina, por fin llegamos a nuestra casa, nos quitamos la ropa de fajina -la camisa, la corbata, ¡los zapatos que tanto aprietan!- y nos metemos en esa agua maravillosamente tibia por el sol que la tarde derrama.
Luego, merecidamente, nos ponemos al borde para tostarnos un poco y pensar que todavia faltan mas de doce horas para volver a la rutina, imaginando lo que diran nuestros compañeros al ver como vamos tomando color (por supuesto, se moriran de envidia, y esa es la intencion, lo reconozcamos o no, de tener una piscina).
Pero cuando pasa el verano, y ya no nos metemos, como sucede con tantas otras cosas que dejamos de usar, la piscina que tanto adoramos se va llenando de basuras indeseables: primero son cosas que nuestros hijos tiran ahi adentro para no tener que llevarlas a su cuarto, luego el viento arroja tierra y papeles; finalmente los pajaros construyen sus nidos y, en poco tiempo, es dificil reconocer el lugar donde paso tan buenos y placenteros momentos.
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